Me es raro catalogar un juego como «retro» o «clásico» con menos de, digamos, 15 años. Pero hay veces que un producto sale tan bien que adquiere el estatus de culto casi inmediatamente. A veces se trata de lo jugable, novedoso o redondo que resulta; otras sencillamente es algo tan arriesgadamente original y que entra por los ojos que no se le puede negar.
Katamari Damacy 塊魂 salió en Japón en 2004, publicado por Namco y con una producción de menos de un millón de dólares, fruto de un proyecto escolar. Un juego tan loco y auténtico que todos los analistas consideraron un suicidio lanzarlo fuera del país nipón. Pero vaya si estaban equivocados.
Su carta de presentación es su colorido, su temática aparentemente infantil pero sobre todo una intro sacada de una lisérgica ensoñación que es toda una declaración de intenciones: algo que se debate entre lo auténtico sin concesiones y una absoluta locura digna de frenopático. El resto del juego, como veremos, no se queda atrás, empezando por su argumento: el Rey del Cosmos, en una noche de camballás, despliegue de cubatas e importantísimos bebercios; se ha estampado contra las estrellas, constelaciones y la luna, rompiéndolos. Por ello encarga a su hijo, el Príncipe, que reúna materiales en la tierra para crearlas de nuevo.
¿Cómo se han de reunir los materiales? Muy sencillo, con el Katamari. Una bola que el Príncipe irá empujando al que se le quedan las cosas pegadas. Mientras más cosas pegadas, el Katamari crece, y puede coger cosas más grande. Sencillo, ¿verdad? Pues básicamente eso es todo. Tendremos un tiempo limitado en el que podremos recoger todos los objetos que podamos para alcanzar un tamaño dado. Todo ello en escenarios cotidianos, como una casa, una calle o una ciudad; en la que podemos empezar cogiendo pequeñas moneditas o caramelos… hasta hacer una pantagruélica bola de de cascotes que arrampla todo a su paso.
No parece un juego demasiado complejo, y no lo es. Su única complejidad viene de sus controles, que son tipo tanque, usando las dos setas del Dual Shock, que añaden un poco de novelería y la poca dificultad que entraña su jugabilidad. Dicho así puede parecer un poco aburrido, pero en cuanto la bola empieza a crecer sin mesura, tragándose personas, coches o incluso edificios es tremendamente emocionante. Durante los primeros niveles creceremos desde uno hasta decenas de centímetros, en otros varios metros y en niveles finales parecerá que la capacidad arrolladora del Katamari no tiene fin. No hay nada mejor que rodar sobre algo que antes nos cortaba el paso.
El apartado multimedia del juego es el complemento a su loca parte jugable. Empezando por sus gráficos, muy sencillos y coloristas pero sobre todo muy, muy, muy japoneses. Algunos de los objetos que recogeremos ni siquiera tienen traducción, otros tendremos que buscar en la Kiwipedia de qué se trata. En ninguna parte tendremos elementos fotorrealistas, pero no importa: aunque sean gráficos dignos de preescolar nos lo pasaremos en grande viendo lo surrealista de la disposición de los objetos en los mapeados.
El sonido no se queda atrás. Muchos de los objetos que recogemos tienen su sonido asociado, especialmente las personas, pero también muchos animales y elementos del hogar. El que sí es un elemento imprescindible es la música que acompaña a los niveles: sencillamente genial. No sólo va perfectamente con la temática del juego, hay músicas realmente buenas (y todas originales) de todos los géneros en el juego. Tras más de diez años no han perdido frescura, y tampoco lo han hecho los gráficos del juego.
No hay ningún otro juego que ni se le parezca a la loca saga del Katamari, aunque en PC salió The Wonderful End of the World (Dejobaan Games, 2008), un intento bastante pobre de hacer un juego de «recoger cosas». Más notable fueron su segunda parte We Love Katamari (2005), Me & My Katamari (2005) en PSP, y otros tantos hasta llegar a Katamari Forever (2009) para PlayStation 3, que homenajea la trayectoria de la saga con niveles de todos los juegos, así como muchas pruebas extra. También contó con una versión iOS o la PsVita, y su creador se encuentra trabajando ahora en Wattam, que promete ser una locura tan grande como los Katamari.
Con su colorido y originalidad, su colorido y su surrealismo, hay una cualidad aún más maravillosa: todo el mundo puede jugarlo. Es un juego para niños y mayores, desde casuales hasta veteranos. Ni que decir tiene que es para todos los públicos: no tiene limitación alguna de edad, ni mención a absolutamente ninguna temática adulta. Una gran muestra de los videojuegos no violentos que no son un peñazo. Aunque la verdad es que también me pregunto qué habrá pasado con los pobres incautos arrollados por el katamari y convertidos en una estrella…
La conclusión de todo es que es uno de los juegos más originales y divertidos que se han hecho en los últimos 15 años, y es un clásico instantáneo e imprescindible al que todos podemos jugar. Un todo de jugabilidad, gráficos y música que lo hacen una experiencia difícilmente repetible. Es verdad que no es profundo, no tiene una historia hollywoodiense o unos gráficos de infarto, pero no importa realmente.